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Pantalla /
Eduardo Villanueva

Fue Sherlock y Mycroft Holmes. Fue Saruman, Lucifer, el conde Dooku en la franquicia “Star Wars”, uno de los villanos más populares de la saga Bond (Scaramanga en “El hombre de la pistola de oro”) y, sobre todo, fue el Drácula más sexual de todos, gracias a los colorines insuflados por la Hammer.

Con la Hammer (una pequeña compañía inglesa que se propuso deslumbrar a la audiencia) los monstruos que alumbrara la Universal —en el Hollywood de los años 30 y 40— volvieron en Technicolor a la gran pantalla. Una sangre roja y artificial que dejó su sello en la retina del espectador. Como los mordiscos sexuales que ofrecía el gran Christopher Lee; sir Christopher Lee. Un icono del celuloide que desapareció hace unos días.

De familia aristocrática y con una vasta cultura, Lee ha dejado una biblioteca de más de 100.000 volúmenes (la mayoría de ellos dedicados al género de la fantasía y el terror). Era un hombre enamorado de sus propios personajes y sobre todo de aquel Drácula de los ojos inyectados en sangre, marcado por su erotismo y el más fiel a la novela de Bram Stoker. Sus míticas mordeduras en el cuello eran realmente actos sexuales.

Hablaba con fluidez inglés, italiano, francés, alemán (persiguió nazis durante la II Guerra Mundial) y español (rodó en España a las órdenes del inclasificable Jess Franco).

Fue Drácula hasta en 10 ocasiones. La primera vez que se puso la capa fue en 1958, a las órdenes de Terence Fisher, en una obra de maestra de la Hammer. Aportaba elegancia y distinción, a un personaje mítico del cine y la literatura al que la Hammer resucitó en la época posterior a Bela Lugosi y a Nosferatu.

Y Fisher lo hizo con tino. Escogiendo a una presencia como Lee para llenar la pantalla sin que provocara risas en el espectador. El propio director lo explicaba así: “En la película, cuando Drácula hace su primera aparición, tarda un buen rato en bajar las escaleras, que se te hace muy cortito porque estás esperando saber cómo va a ser. Sabía que todo el mundo estaba preparado para reírse de sus colmillos. No lo hicieron, por supuesto, porque en vez de darles un monstruo les mostrábamos un hombre extremadamente bien parecido con un trasfondo maligno y amenazante”. Todo un acierto, sin duda.

Colmillos y escotes. Sangre, sudor y sexo en una orgía colorista, donde el cromatismo desempeñaba un papel fundamental. Porque, como dice la canción del grupo Día x menos 60, no hay sangre como la sangre de la Hammer.

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