c. q. d.
Felipe Fernández

Tengo dos hijas; cuando la pequeña cumplió su primer año nos planteamos buscar un niño y, poco tiempo después, incluso valoramos seriamente la adopción; pero decidimos no hacerlo. Nunca sabremos si fue una decisión acertada o no, como otras tantas que no tienen segunda vuelta, que no te permiten rectificar. En cualquier caso, hemos volcado esfuerzos, afectos y cuidados en las niñas de manera análoga a cualquier otra familia al uso. Si afirmo que mis hijas ocupan el espacio mental, físico y afectivo más importante de mi vida podría parecer una obviedad, pero me parece necesario verbalizarlo, aunque sea de vez en cuando, para ordenar bien las prioridades. Por eso me cuesta tanto entender lo sucedido en Manchester; puedo comprender determinadas creencias exacerbadas y descolocadas; puedo comprender la crítica desenfocada de las costumbres y los modelos de vida de unos y otros; hasta llegaría a discutir, si fuera necesario, la edad mínima para asistir a según qué espectáculos; pero nada de esto podría ni siquiera compadecerse con los rostros de las madres en busca de sus hijas. No existe una palabra para definir esas miradas: ¿tensión, miedo, esperanza, tristeza, ansiedad, desesperación?; añada las que le parezcan oportunas. Las lágrimas vertidas por esas familias y por muchos de los espectadores que hemos asistido atónitos a través de los medios de comunicación no son solo de rabia o de impotencia, son también lágrimas de incredulidad por no poder comprender lo ocurrido. ¿Qué materia y de qué color tendrán estos monstruos en sus cabezas? ¿Qué sentimientos y con qué origen contienen en sus entrañas? Acostumbrados en nuestra vida cotidiana a clasificar y buscar definiciones simples de las cosas, ¿será suficiente con decir que son unos hijos de puta?; ¿nos quedaremos satisfechos solo con el desahogo semántico? No puedo pensar por usted, solo puedo decirle que sé muy bien que esas 22 víctimas tenían padres, y abuelos, y amigos, y personas que los querían. Y todas ellas merecían disfrutar de un futuro previsible y sencillo. No podemos temblar cada vez que nuestras hijas quieran acudir a un concierto, porque entonces los asesinos conseguirían lo que buscan, y porque nuestra toma de decisiones se vería alterada por circunstancias indeseables. Como tampoco podemos dejar de viajar a nuestras ciudades soñadas, ni acudir al estadio del equipo de nuestros amores. Como en aquella canción, ¡hay que vivir, amigo mío, antes que nada hay que vivir, y ya va haciendo frío! Pero eso sí, no olvidemos nunca, nunca, nunca, que lo más importante es poder querer a alguien, que nos quieran, y, sobre todo, no morir después de nuestros hijos.

Artículo anteriorDistopía
Artículo siguienteA vueltas con Julio Verne

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí