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Reflexiones de un tenor/
Alonso Torres

Todo ha comenzado con la infusión de té que a él le han traído desde Chitral (Gandhara, noroeste de Pakistán) y ella ha olido reclinada en el sofá rojo; siempre en el lado derecho, donde el respaldo es más alto, levantando la rodilla izquierda para dejarla sobre el mullido asiento, cerca de él. Se ha levantado y ha ido hasta el armario de las hierbas, ha cogido cardamomo y le ha dicho sonriendo, “verás como así está mejor”. Él se ha dejado hacer y después ha saboreado la dulce y especiada bebida, y claro, claro que le ha gustado, casi tanto, como ella (esto es una exageración, pero también una licencia poética). En realidad “todo” empezó mucho antes, mucho antes, porque su historia viene desde, como escribió Foxá, <<hace un millón de siglos>>.

Sí, todo arrancó en el patio trasero del castillo del Rey Loco, Luis II de Baviera, que a ella, por cierto, le daba un poco de miedo (el patio, digo, no el rey). Allí se conocieron, en la misma puerta de la gran cocina palaciega. Ella llevaba, para los tañedores de los más variados, exóticos, raros y desclasificados instrumentos musicales, sus creaciones; era luthier. Él, por aquel entonces, cazaba los pequeños dragones de los lagos y los acarreaba hasta La China, para su adiestramiento como animales (preciosos) de compañía. Después de ser recibidos por los diferentes chambelanes eran conducidos ante La Maestre del Arte Culinario, La Señá Anselma, y según preferencias, cada uno podía comer lo que más le gustara antes de marchar con la bolsa bien llena de guineas (la moneda en que se les pagaba a los suministradores reales); galletas de sésamo sin huevo que se notase, ella; bambas de crema él, y “un poco de turrón de Xixona para el camino”, decía.

Luego vino el primer viaje juntos hasta La China para que ella le ofreciera al Emperador del Imperio Celeste instrumentos para su orquesta de pulso y púa (cosa que gustoso aceptó, y la cubrió de pies a cabeza con monedas de su dinastía, oro y jade); el laúd chino que fabricaba, el “pi-pa”, era de una sutileza tal, más fino de puente y más estrecho también, que se tuvo que buscar alguien nuevo, en todo el reino, para que lo tocara y le pudiera sacar todos los sonidos que atesoraba en su interior (de palo santo). Después, fue lo de las orquídeas (extraordinarios labelos nunca antes vistos), las creaciones que hicieron y a las que pusieron el nombre de amigos y antiguos amores, y llevaron desde los mercados de Asia hasta los de América pasando por los de Europa. Y ahora ella estaba intentando, en su faceta de alquimista, encontrar la piedra filosofal, y si esto no sucedía, por lo menos, oro. Pero de repente, tras oler el té, y añadirle cardamomo, ha dicho, abriendo mucho sus ojos color agua-marina, “¡¡¡oye, en vez de con minerales, por qué no trabajo con maderas???”. Y se ha levantado presurosa del sofá rojo y se ha ido a su estudio, y desde la puerta, guiñándole un ojo, después de sugerirle que ponga en el viejo gramófono traído desde el Mercado de las Pulgas de París, la música que a él le gusta (Caetano Veloso, por ejemplo), para saberle cerca, le ha dicho, “amor, lo he atrapado, no es ópalo de oro, es, madera de oro”.

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