La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Aquel día de noviembre frío y resplandeciente se parecía a otros, pero en absoluto era igual. Sabíamos a primera hora que el dictador había muerto tras luchar durante meses contra el único enemigo al que nunca podría vencer y la mañana se tiñó de temor e incertidumbre. Mi padre me acompañó al colegio, a sabiendas de que no abriría sus puertas, en un último esfuerzo por prolongar la apaciguadora rutina. De vuelta, supimos que el luto se extendería durante toda la semana para regocijo de los que no teníamos miedo ni habíamos compartido experiencias con el finado como para añorarlo. La dictadura se había acabado y España miraba al futuro con enorme esperanza; todos sospechaban que se evolucionaría hacia un modo de gobierno en el que la participación comportaría libertad y sosiego: llegaba la democracia, el sistema que nos convertía a todos en protagonistas, la panacea, el infalible método.

Parecía la meta, el objetivo durante años inalcanzable al que por fin habíamos llegado; mejoraríamos sin titubeos, nuestros representantes serían nuestros adalides, nos escucharían, conocerían nuestros problemas y sabrían solventarlos…

Mi generación tardó aún unos años en poder votar. Lo hicimos con la ilusión del que acaba de recibir la primera comunión o la del que se moja los pies en la orilla cuando nunca ha visto antes el mar, sin temor, ávidos de información y dispuestos a debatir.

Cuarenta años después, esa esperanzada generación se enfrenta a una realidad que difumina aquellos recuerdos porque, tras convivir con ella, la democracia ha dejado de ser el punto de no retorno, el lugar en el que afincarse y dejar de pensar en la próxima estación. Ahora se evidencia que nuestro sistema de gobierno es mejor que vivir bajo la tutela de alguien que no ha pedido nunca opinión y que no hace ascos a ningún procedimiento para obtener sus fines, pero este argumento se derrumba cuando te encuentras con políticos como Nicolás Maduro o, más cerca, Carlos Puigdemont que se parecen espantosamente a aquel que asaltó el poder en vez de conquistarlo a través de una razón superior y que han llegado a la supremacía usando un proceso democrático que apesta. Los profesionales de la política siempre han sabido permanecer al lado de quien podría ubicarlos en el siguiente peldaño, incluso sin acumular méritos, mientras ocultaban con sibilina destreza la parte oscura de sus almas, la que solo puede mostrarse cuando se llega al lugar en el que los votantes somos los que menos pintamos.

Lo peor es que estos sátrapas modernos siempre tienen la palabra democracia en su boca y esta se convierte en un insulto difícil de digerir; sus actuaciones podrían ser parte fundamental en la parodia del dislate y, a solas, deben reír a carcajadas al recordar cómo han llegado hasta donde están para, en definitiva, obligarnos a masticar sus caprichos.

Si los dictadores dan miedo, estos aterran de igual manera, porque además siguen teniendo a su alrededor una cohorte de admiradores (¿?). A ver si es que el camino es mucho más largo de lo que pensábamos y no hemos hecho más que comenzarlo…

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