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Desde mi ventana /
CARMEN HERAS

Amigos, todos cuántos me hacen el honor de seguir mis pequeñas reflexiones, me permitirán hoy un desahogo verbal comunitario: «¡Caray, cómo está el mundo! (no la calle o el pueblo, el mundoooo). ¡Qué nervios, qué rabias, qué lástimas, qué desmoronamiento»… Uf, ya lo he dicho.

Por la mañana, luego, se encargan de recordárnoslo. Con el café. En tono más o menos vehemente. Para que no se nos olvide. Somos una de las generaciones más tristes de la historia. Lo dicen los sesudos tertulianos entre líneas. Todo está muy mal. Y es que nadie es competente, muy pocos cumplen bien el rol que las circunstancias les asignaron. Ni calidad ni altura en ningún sitio. Por eso, ahora, lo importante es «patalear». Oponerse. Echar la angustia por la boca. Si hasta hay una página que sirve para quejarse, que se anuncia así… Quéjese, quéjese (pregona).

Mi gente no se si lo hubiera entendido. Tanta depresión colectiva en la opinión pública. Esa gente que vivió la guerra civil y todo eso…Porque ahora (fíjense!) si hasta la meteorología se ha puesto en nuestra contra. Y dense cuenta, si hasta nieva. O llueve. O hace frío en invierno. Terrible. Íbamos los niños de mi época caminando al colegio, embozados en las bufandas de antaño, varios grados bajo cero. Los imaginativos, con piedras calentadas al fogón, entre los guantes. Hacíamos gimnasia en el suelo de los patios de los colegios, privados o públicos, al aire libre, pues ya se sabe que los patios no se hicieron para estar cubiertos, y pasábamos de la educación del cuerpo a la del espíritu sin problemas, pues los críos intuyen y se reorganizan mucho mejor de lo que muestran. No existían la depresión infantil, ni la hiperactividad…quizá porque no se estilaban; entonces «las modas» eran sarampiones, varicelas, tosferinas, y en mayor gravedad, tuberculosis. Las niñas, con las niñas, cosíamos en antiguos costureros y dibujábamos en grandes hojas blancas de papel, con tinta china y con los típicos instrumentos de medida, despacio, despacio…, no cayese un borrón y hubiera que empezar de nuevo…no estaban los ordenadores personales en el uso corriente de los centros. Ni en la mente de quienes construían, entonces, el sistema educativo.

Debimos habernos traumatizado, en buen rollito, pero traumatizado seguro. Y habernos puesto un tanto locos para cuando salimos por primera vez al exterior, sin apenas conocimientos del inglés, sin apenas dinero. Debimos quejarnos por empezar a vivir en pisos alquilados, con muebles viejos y raídos, viajando a nuestros lugares de trabajo por carreteras inciertas, de pavimento gastado, en coches de segunda, los permisos de maternidad reducidos por necesidades del trabajo.

¡Qué ocasiones perdidas de darnos importancia o de flagelarnos! Unas cuantas generaciones. Pero no se hizo. Y no creo que fuera por bondad o inteligencia o pragmatismo. Simplemente porque no había tiempo. Tanto por hacer, tanto por conseguir, tanto por preparar… que siempre eran los menos los «plañideros» y cuando lo eran, por creer en una propuesta mejor, con nombre y apellidos. La máxima debía ser la espartana: el cuerpo duro y ejercitado vale mas que las blandenguerías. Un hacer, más que un decir. Un llorar no mueve las montañas.

Total, que lo que acabo de escribir es que en otras épocas hubo momentos malos y buenos. También. Debe ser cierta la moraleja del cuento donde un sabio recogiendo hierbas, mientras maldice su mala suerte, mira de chiripa hacia atrás y contempla a otro compatriota cogiendo lo que él despreciaba.

Así que despotriquemos un poco como terapia. Que está bien, pero… sin pasarse. O contemos «batallitas» (como ahora) en plan didáctico, pero sin exagerar. Ustedes me lo perdonen.

¡Que disfruten de los Carnavales! Si les gustan, claro…

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