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Mi ojito derecho /
Clorinda Power

Detrás de mi casa hay una calle muy larga y muy empinada. A mitad de la calle, la acera se ensancha y forma una pequeña plaza. Tiene una fuente y una barandilla en uno de los extremos que rodea la entrada a un parking subterráneo. La barandilla hace de portería por las tardes. Por las tardes, los niños del barrio juegan al balón en esa plaza. Ninguno de ellos tiene más de doce años. Algunos ya han dado el estirón. Otros están en ello.

Los niños se sacan una cabeza unos a otros pero todos le pegan igual de fuerte al balón. Uno de ellos, el más bajito, le da una patada a la pelota y uno de los más altos y de los de más edad, la recoge del aire con las manos, se la coloca en un costado, mira fijamente al más bajito y, parando el juego, le dice que por qué no se va de una vez a su casa.

Si ya resulta complicado jugar en una plaza empinada, aún lo es más para el más bajito del barrio.

A los adultos que atraviesan la plaza camino de cualquier otro sitio no les parece justo lo que acaba de pasar, pero ninguno se detiene a poner paz o siquiera cordura. Son niños. Y además no son suyos. Ya se entenderán y, en el mejor de los casos, algo aprenderán.

Pero los adultos que han dejado atrás la plaza saben perfectamente que los niños están jugando al balón aquí y ahora, y que de poco le servirá al más bajito que los más altos aprendan, si esta tarde no le dejan jugar. De qué servirá esta tarde que el más bajito se vaya a su casa si mañana la historia se repite exactamente igual. Nadie crece veinte centímetros en una noche. Una noche tampoco es suficiente para forjar el carácter. Pero una noche es más que suficiente para albergar la rabia. Y la rabia, lo sabemos los adultos, es desmedida. Solo se necesitan unas condiciones óptimas y esperar que llegue la chispa. La chispa que encienden los que mandan sin imaginar que la rabia, cuando les sobrevenga, les sacará más de una cabeza.

Yo me muero de ganas de pasar por la plaza mañana.

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