Historias de Plutón /
JOSE A. SECAS

El germen de este artículo radicaba en el intento por hacer aflorar, una vez más, la permanente presencia de la contradicción. Contradicción presente no solo en mi vida, sino en el discurso de cualquiera que hable demasiado o que ni siquiera responda al patrón de individuo integrista, convencido acérrimo y poseedor de la verdad (su verdad, la única verdad: inmutable y siempre infusa, adquirida, grabada a fuego, inculcada; nunca descubierta o desentrañada con el esfuerzo de la consciencia, la lógica o el pensamiento). Afortunadamente somos muchos los que nos contradecimos simplemente porque pensamos y discurrimos y, por descontado, podemos cambiar de opinión (y lo hacemos). Esto me parece bien, siempre y cuando esta mudanza no esté sujeta a ventoleras y sea a conveniencia, por capricho, sin reflexión…

Y ahora, argumentemos en contra para predicar con el ejemplo: ¿por qué anteponer todos estos procesos mentales a las simples y espontáneas sensaciones?, ¿por qué no escuchar al corazón y dejarnos influir por el presentimiento, por la intuición, por las vibraciones que percibimos que van más allá del plano consciente?, ¿por qué no somos agua y nos dejamos llevar -fluir- por o entre los sentimientos que no se fraguan en las cabezas pensantes o por las emociones que nos transmiten las personas o las circunstancias? Pues ahí está el quid de la cuestión: que nunca podemos irnos a los extremos y que el equilibrio se encuentra en el manejo sabio de los vaivenes emocionales y en el procesamiento —mental, por supuesto— de esos estímulos externos que entran en el alma vía sentimiento.

Un buen rollo patatero para introducir una reflexión que pone de manifiesto, de nuevo, la pura necesidad de buscar explicaciones al comportamiento (el mío, el tuyo, el suyo) humano y tratar de comprenderme, comprenderte y comprenderla. La pregunta, la reflexión es la siguiente: ¿son la libertad individual y el ego enemigos naturales?; dicho de otro modo: ¿es conveniente aplacar las tendencias egoístas, egocéntricas y, a veces, casi ególatras que manifestamos y supeditar nuestro comportamiento, acoplarlo, obedecer, acatar…? Indudablemente volvemos a poner en la balanza los dos extremos que, a la postre, encontrarán en el mero equilibrio el punto perfecto (aun sabiendo que la perfección no existe). Ahora, una de perlas lapidarias: La autoestima mal manejada desemboca en vanidad. Mirar por uno mismo es loable siempre y cuando no perjudiques a los demás. Para que una persona sea libre y se comporte como tal ha de reforzar su yo individual… Y podría seguir dándole a la devanadera de los sesos y argumentar a mi favor hasta llegar a la contradicción. Por eso te dejo a ti que (te) debatas y (te) rebatas. Si eso…

Para finalizar, retomo mis reflexiones después de haber dejado reposar el escrito unos días y me doy cuenta de que una verborrea incontenida no lleva a ningún sitio; que estirar las ideas en frases largas y complicadas, agota al lector (y además no entiende); que esconder los sentimientos tras una cortina de humo -palabras vacuas- y tratar de camuflarlos entre argumentos confusos no hace más que dejar al aire tus vergüenzas y tus limitaciones, tanto personales como si hablamos de la versión escribidora de ti mismo y de tu propio mecanismo y —¡por fin!— que voy a seguir haciendo y diciendo lo que me de la gana (eso si; sin ánimo de ofender) porque soy libre y tengo el ego rechoncho. Ah, se siente…

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