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Reflexiones de un tenor /
Alonso Torres

Entró como quien entra, abriendo la puerta con energía, a una cita ineludible y asimilada (que en eso consiste la vida, en aceptar lo inaceptable); avanzó por la pasarela que conducía al escenario del Krasnaponsky´s con cara seria y el ceño fruncido (desde pequeña, desde que con el carromato del abuelo iban de pueblo en pueblo y la hacían cantar), no cabizbaja, pero con la mirada perdida en la punta de sus plateados zapatos (el paso firme), sabedora de que todas las miradas del music-hall parisino estaban puestas en ella (por admiración, envidia, devoción, odio y amor). Y esa noche era especial, Shasha, desesperado, entró en su camerino (“Estrella. Tetè La Grand”) y dijo sollozando y agachándose, como si una alimaña le mordiera las entrañas, como si fuese mujer (le gustaría serlo) y tuviera un agudo dolor de menstruación, “¡¡¡Sveta, él está aquí, Svetaaaa!!!”. Apenas le concede un instante, se mira en el espejo iluminado, no mueve un milímetro de sus depiladas cejas, apura el cigarrillo y lo apaga en el cenicero de cristal labrado como se aplasta a las cucarachas, y entre dientes murmura, “ya era hora”.

“Él” es Dimitri Límontov, compositor de éxito, en otro tiempo músico ambulante como ella, venido del Este. Unos sobrevivieron, otros fracasaron, todos, más o menos se hundieron, y algunos, como él, que pensaba en terceras disminuidas (dos semitonos entre las notas, por ejemplo: de DO sostenido a MI bemol), triunfaron, je, je, je, “¿quién habla de triunfo cuando se trata de resistir?” (Rilke, scribit). Ha alquilado un palco, está solo, bien vestido, como siempre, incluso cuando era un pobre músico que tocaba por comida (y bebida), pero ahora hay lujo y cuidado, esmero en el traje de smoking con las solapas de seda. En el meñique un diamante, y en el anular, un anillo de cobre gastado por el tiempo (y por todo lo demás).

Ella comienza a cantar una vieja tonada gitana, “Las cuatro manzanas”. Una luz cenital la sigue por todo el escenario; los músicos, a excepción del balalaika y el guitarrista, callan (hace mucho tiempo que no se interpreta esta canción, al principio sí, luego, luego se ha ido perdiendo entre el humo de los amantes). Esta noche su voz es clara, argentina, luminosa, y ella, con ese vaporoso traje color “luna llena”, es una diosa bajada del cielo o subida desde los infiernos. Se va acabando la canción, él la mira con lágrimas en los ojos (llora, además, con todo su espigado y esbelto cuerpo); ella se abre la falda un poco más, y de la liga, color azul, saca una “berloque” (pequeña pistola creada por el austriaco Franz Pfaanl, apenas 2mm), se la introduce por uno de los orificios de la nariz y dispara. Se desploma. Él salta y corre, llega hasta ella y la estrecha entre sus brazos, y no sirve ya de nada que de una mano a otra pase un viejo anillo gastado por el tiempo, y por todo lo demás. SEMPER FIDELIS (pase lo que pase).

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