Lunes de papel /
EMILIA GUIJARRO

Escribo estas líneas todavía impactada por la noticia de la muerte de Juan. A estas alturas ya se ha dicho todo sobre él, pocas cosas escapan a su recuerdo, porque se merecía todos los elogios que se le han dedicado y más, y estos reconocimientos póstumos no hacen sino trasladar el estado de sus familiares, amigos, y compañeros de profesión, que espero que se materialice en la concesión de la Medalla de la Ciudad de Cáceres en próximas ediciones, que desde esta humilde columna pido para él.

Porque Juan era muchas cosas, pero sobre todo un cacereño de la calle Parras, de la calle Antonio Hurtado, de todas y cada una de las calles, callejas, plazas y edificios de esta vetusta ciudad. Pocos rincones han quedado fuera del objetivo de su Nikon y pocas anécdotas que escaparan a su prodigiosa memoria, de un pasado todavía cercano.

Paseando con Karmele, su esposa, siempre con su sonrisa y su palabra amable. Lo vamos a echar de menos, y más en estas fechas, en las que los colaboradores de Avuelapluma compartimos algo más que el espacio de las hojas del periódico, porque ya no tendremos su objetivo para inmortalizar estos encuentros. Mirada pícara y sonrisa franca, así era Juan, un cacereño corriente, sencillo, objetivo.

Pero su archivo es la historia captada de esta ciudad, por su cámara han pasado muchos cacereños y todos los visitantes ilustres que arribaron a la ciudad, patrimonio de la humanidad. Con su muerte Cáceres ha perdido un testigo fiel del discurrir de lo cotidiano, de la cultura, de lo religioso, de los colores sepias de los viejos edificios que han sucumbido a la piqueta.

El tuvo, como dijo Boris Pasternak, el arte de descubrir lo extraordinario de la gente corriente y enlatarlo en imágenes. Si fotografiar es quedarse con un pedazo del alma de la persona fotografiada, Juan puede presumir de llevarse consigo allá donde vaya, un pedacito de alma de muchos cacereños. Acaba una vida de trabajo dilatada que nos ha atrapado a todos.

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