c.q.d.
Felipe Fernández

Ya hace dos años que mi hija mayor se marchó a estudiar a Madrid. Convencida de que tenía que abandonar el nido, firme como una roca ante los chantajes emocionales y materiales que le ofrecimos, asumió comenzar su vida de estudiante lejos del manto protector de su hogar y de su familia. Excuso decirle que cuando la dejamos en su colegio mayor rodeada de maletas, cajas y toda suerte de trastos personales, asumimos que se cerraba una etapa y se abría otra, que era el comienzo de un viaje en el que no había billete de vuelta. Cuando aquel día volvimos a casa, después de un viaje pleno de emociones, la encontramos extrañamente ordenada y machaconamente silenciosa, como enfurruñada por la reciente pérdida. Nos costó asumir que éramos uno menos en un grupo de cuatro y, a pesar de nuestros intentos para utilizar el móvil como medio de comunicación, nunca lo conseguimos, excepto cuando la necesidad, afectiva o material, venía del otro lado. Pero el tiempo pasa, y amortigua dolores y sinsabores. Y aunque ya nada vuelve a ser igual, te acostumbras a la situación y asumes tu papel de apoyo ocasional para momentos de crisis. Del primer verano casi no tengo recuerdos; entre los viajes con amigos, los aprendizajes de idiomas y el “semienfado” permanente por no se sabe muy bien qué, no lo disfrutamos mucho y todo pasó deprisa. Por eso, cuando hace unos días llegó a casa, me noté expectante y alerta para captar señales. Es verdad que todo es diferente: hay un desorden permanente, zapatos por todos lados, toallas fuera de su sitio, enchufes de teléfonos que desaparecen… y lo que es peor, la hermana pequeña se contagia y contribuye decisivamente al caos visual. Pero, de repente, la casa se ha llenado de ruidos, de exigencias mil, de “papá necesito, papá llévame” Y, a veces, cuando las oigo hablar en voz baja y callarse al notar mi presencia, me doy la vuelta sonriendo, porque celebro que, a pesar de los seis años de diferencia, sean cómplices y se apoyen la una en la otra. Y porque riñen mucho menos de lo que ríen y de lo que parlamentan. Así que, me resigno a reclamarles continuamente sus obligaciones, aun sabiendo que no tendré mucho éxito, mientras me miran extrañadas por darle tanta importancia a asuntos tan prosaicos. Pero sonrío por dentro, orgulloso y contento. Sé que el camino es todavía muy largo, que las dificultades serán enormes y que habrá momentos mejores y peores, pero se ofrece luminoso y despejado e invita a recorrerlo. Y entonces, en esos momentos en los que la normalidad se impone, en los que un saludo, un beso o una mirada imponen su ley, es cuando tengo la sensación de que nunca hubo viaje de ida, de que todo fue un sueño desafortunado.

Artículo anteriorUn cucurucho de churros
Artículo siguienteApocalipsis Zombie

1 COMENTARIO

  1. Amigo Felipe. Nosotros en casa somos tres y ese viaje de ida, a mi se me ha hecho muy duro. Por eso entiendo y comparto lo que cuentas. Un abrazo.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí