Cómo sobrevivir al cambio de hora en la cuarentena

Mi ojito derecho
Clorinda Power

Crear una aplicación con la que pueda geolocalizar el acoso callejero. Subir un nivel entero de inglés. Ahorrar para irme un mes a Canadá. Perder los dos kilos y medio que cogeré en vacaciones antes de irme de vacaciones. Y la paz en el mundo.

Estos son todos los planes en los que he ocupado mi jornada reducida de esta semana (lo de la paz en el mundo es broma). Leí unas páginas de un libro y el resto del tiempo lo he perdido en esto (este sofá) y en aquello (aquel sofá). Y aun así no puedo esperar a que llegue el fin de semana para descansar.

¿Qué tendrán los lunes, martes, miércoles, jueves y viernes para que me cansen tanto? Trabajo.

Este verano vuelvo a comprobar que no se trata de reducir la jornada, sino del hecho nefasto de tener jornada. Mucho o poco, mientras tenga que trabajar no estaré realmente satisfecha, completada, dignificada. Yo no quiero trabajar. Hace más o menos tres años que sé que lo que de verdad me haría feliz sería no trabajar (así que imaginaos la risa que me da cuando algún infeliz me pregunta por mi ambición profesional).

Como las probabilidades de que me toque la lotería son escasas (pese a que juego todas las semanas), me encantaría aprender a vivir solo con lo necesario, arreglármelas con poco y dejar de trabajar. Con todo mi tiempo solo para mí, profundizaría, por ejemplo, en las enseñanzas de Thoreau, el hombre que le dio significado a la desobediencia civil. No es que yo quiera desobedecer a nadie. Al menos, no si eso me supone un esfuerzo. Lo que yo quiero es dedicarme al ensimismamiento. A mirarme el ombligo. A dejar de mirar los vuestros.

Sé que el día que consiguiera dejar de trabajar, ese también sería el día en el que dejaríamos de ser amigos. No porque vosotros empezarais a mirarme con envidia, sino porque yo empezaría a miraros con lástima. Pero hasta que ese día llegue, hagamos como si los fines de semana fueran suficientes para preparar los tápers de toda la semana.

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