c. q. d.
Felipe Fernández

Ya casi no hay familias numerosas. Y las que quedan, que son pocas, tienen que ver casi siempre con filiaciones religiosas. Tan es así, que para considerarlas oficialmente “numerosas” y aplicarles las ventajas y los descuentos a los que tienen derecho, han tenido que rebajar el número, como el que se cuenta los cigarros diarios para simular que va a dejar de fumar. Según afirman algunos estudios, Europa ha perdido ya una generación por la falta de niños, asunto que puede ser decisivo en el futuro del viejo continente, condenado por una pirámide de población endiablada. Y sin necesidad de hacer sesudos estudios, le ofrezco la evidencia constatable, porque mis alumnos tienen uno o ningún hermano, mientras que sus padres tuvieron tres, cuatro o cinco, con lo que resulta relativamente fácil echar las cuentas. Así las cosas, cuando te encuentras con familias que, voluntariamente -en la medida que pueda ser voluntario-, y ajenos a asuntos religiosos, deciden tener varios hijos, no puedes por menos que mirarles con una mezcla de extrañeza y admiración. A la vez que te preguntas cómo pueden llegar a fin de mes, te imaginas que sus vidas son, como mínimo, entretenidas y ruidosas, esto es, como lo fue la nuestra. Lo que está claro es que nuestros hijos, únicos o de dos en dos, tendrán acceso a muchos de los deseos que aparezcan por su imaginación, dispondrán de más espacio en el asiento de los coches, estrenarán ropa con cierta asiduidad y viajarán al extranjero, cueste lo que cueste, para perfeccionar otras lenguas, -“…es que sin dos idiomas ya no se va a ningún sitio, ¿sabes?”- afirmarán categóricos los papás, asumido el papel de que ser mejor padre consiste en eso. Mientras tanto, los chicos crecerán más abastecidos pero más solos, mejor vestidos pero más egoístas. Acostumbrados a satisfacer sus anhelos casi al instante y a compartir poco o casi nada, se apuntarán a una ONG para contárselo a otros, y apadrinarán niños como el que se hace socio de un club deportivo. Y, sin embargo, no conocerán el peculiar ruido de las familias numerosas a la hora de la comida, ni la pelea por el último trozo de bizcocho, ni la ilusión por salir a la calle con el jersey heredado de tu hermano que tanto te gustaba. Inmersos de bruces en las nuevas tecnologías, se olvidarán de contarle sus cosas a su hermano mayor, ocultarán las lágrimas de sus desengaños amorosos detrás del “guasap”, y no aprenderán a cambiar un pañal hasta que sus ganas de ser “modelnos” superen sus reticencias al aroma de la caca de un bebé. Y serán felices; a su manera, pero serán felices.

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