La amistad y la palabra
Enrique Silveira

Un buen puñado de generaciones de españoles se ha criado bajo la sombra del pesimismo, la escasa autoestima y el temor a fracasar más allá de nuestras fronteras. Han sido educados en la creencia de que lo propio desmerece de lo ajeno en cuanto se realiza un balance pormenorizado de ventajas e inconvenientes y, por ello, las virtudes que atesoran no fluyen con la naturalidad precisa, secuestradas por el recelo y la desconfianza. Así es que nos hemos acostumbrado a viajar con un pesado equipaje que dificulta la espontánea asimilación de las nuevas peculiaridades e, indefectiblemente, perdemos un valioso tiempo hasta que nos damos cuenta de que en cualquier intercambio se aporta y se recibe, se aprende y se instruye, sorprendes y te impresionan a ti. Se puede pensar, en un ejercicio de derrotismo muy propio de lo españoles, que hay fundadas razones para que esto ocurra, que nos ha costado un mundo asimilar cualquier estímulo que proviniese del extranjero, que siempre hemos preferido alimentar la ignorancia antes que realizar un esfuerzo para absorber un acicate insuflado por alguien que hable otro idioma o cocine con mantequilla… y ahí reside el problema: resulta mucho más cómodo vivir dentro de la burbuja del deprimido, del acomplejado, del que está convencido de su inferioridad sin tan siquiera comprobar que los demás son superiores. Lo contrario, averiguar con exactitud cuáles son tus virtudes y qué puedes mejorar imitando a los que te rodean, comporta un esfuerzo que no todos están dispuestos a realizar.

Basta ya de fomentar la autocrítica feroz que solo conduce a la pérdida irremediable de la autoestima

¿De verdad crees que el desánimo, la pereza y la aprensión siguen siendo señas de identidad inseparables del español arquetípico? Si respondes afirmativamente, puedes sustentar tu opinión en que encontrarás ejemplos que prueben tu tesis con relativa facilidad; si lo haces negativamente, es que has decidido -como yo- que va siendo hora de pensar que preponderan los españoles prestos para ofrecer cosas al mundo y que este espera impaciente para recibirlas. Multinacionales con apellido español, emprendedores que despiertan admiración en todos los rincones, músicos, actores, arquitectos, deportistas, investigadores que no encontraron apoyo en su tierra pero que no se arredran y muestran su sapiencia lejos de ella, estudiantes que no dudan en coger la maleta, dejando atrás miedos y complejos… y montones de españoles que ya no tienen miedo de traspasar las fronteras, que hablan otros idiomas (sí, ya hay muchos), que no tienen que preguntar cómo se hacen las cosas en un aeropuerto, que alardean de sus selecciones -ya no se quedan en cuartos de final- y llevan ricos embutidos envasados al vacío en su equipaje no por suspicacia o catetismo, sino porque saben que no los encontrarán mejores.

¿Que he caído en el optimismo?, ¿que no quiero ver más que las aptitudes y no las imperfecciones? Basta ya de fomentar la autocrítica feroz que solo conduce a la pérdida irremediable de la autoestima. Dejando a un lado la vanagloria, la soberbia absurda y el patrioterismo infantil, quizás sea el momento de salir del terruño sin la desconfianza y el recelo que llenaban las maletas atadas con cuerdas, sostenidas por temblorosas manos más acostumbradas a los útiles de labranza. Es posible así que evitemos tanto las lágrimas del viaje de ida como las del de vuelta.

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