Desde mi ventana/
Carmen Heras

Yo, que quieren que les diga, me sigo sorprendiendo por la falta de ambición de la personas. Ambición de la legítima, claro. Cuando oigo decir que para qué va a hacerse tal obra, o el gasto que supone una inversión en un pueblo de 100 habitantes, o que no se necesita el AVE, me vienen las dudas acerca de los planteamientos vitales con los que desde algunas visiones se contempla el progreso. De haber sentido todo el mundo así siempre, de haber hecho este tipo de cavilaciones, la humanidad no habría dejado atrás el taparrabos, el carro y la rueda. Aún seguiríamos haciendo leña frotando dos palitos, beberíamos agua al pasar por los manantiales o acarreándola en vasijas sobre nuestras cabezas. Por ejemplo. Fue la insatisfacción, la curiosidad, la búsqueda de nuevos horizontes, lo qué hizo (junto con otras cuestiones) avanzar a los humanos, y no esa felicidad boba que algunos pretenden hacernos creer que tienen. Esa placidez de cartón piedra que denigra, rebajándolo a priori por “malo”, cualquier avance “desestabilizador” de un status, una posición, un recorrido. Placidez falsa que esconde caracteres colectivos indecisos y múltiples complejos en la personalidad, o si me apuran, también una equivocada creencia de ser más que nadie, por familia o por cuna, y no necesitar, pues, inventar nada; aquello del “el señor no firma porque es noble” de la tradición, que parece en principio una ventaja para el susodicho pero que encierra, en el fondo, la terrible carencia del analfabeto; la ausencia de recursos, la orfandad de las habilidades básicas de subsistencia y mejora. Ir contracorriente es, demasiadas veces, peligroso porque la fuerza del agua que va en la otra dirección tiende a pararte, controlando tus movimientos, minando tu moral. Por el contrario ir en la dirección de la mayoría es bastante más cómodo porque solo hay que dejarse llevar, entre la masa. Tiene más adeptos, siempre ha existido, aunque resulta sorprendente su fuerza de ahora, desmedida para los tiempos que corren, abiertos y dialogantes, según dicen. La crisis no sólo se llevó la estabilidad, también la valentía. Curiosamente hoy reconocemos, como nunca en la historia, las particularidades, mientras nos negamos en lo genérico. Hemos dado visibilidad a situaciones que antes ni tenían un nombre y una definición y sin embargo seguimos tapando, para que no exista delante de nuestros convecinos, una realidad que necesita parches, arreglos, mejoras. Hemos descubierto la depresión, la homosexualidad, los vientres de alquiler y sin embargo nos negamos a hacer determinados diagnósticos de determinados problemas estructurales de siempre porque ello acarrearía tener que decidir. Y enfrentarse a una serie de categorías y chauvinismos subliminales incorporados a nuestro subconsciente, que debieran desaparecer para poder avanzar.

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