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La magia del iceberg /
VÍCTOR M. JIMÉNEZ

El miedo convertía sus palabras en susurros. Corrían malos tiempos para los vencidos. A la caída del sol y con el toque de queda, los soldados arrancaban de sus hogares a decenas de personas que se ocultaban en los agujeros más infames con el anhelo de vivir una noche más.

Dos hombres compartían media botella de vino recio alrededor de una mesa. La habitación era miserable. Se iluminaban con una vela. Maldecían entre dientes y ahogaban su impotencia en falsas esperanzas. El hambre merodeaba sus hogares. No había pan para los hijos de los traidores.

El robo se pagaba con la vida, pero había que arriesgarse. Cada dos o tres noches, se echaban a la calle y alcanzaban las primeras huertas amparados en las sombras. Buscaban cualquier cosa comestible.

Cuando no había suerte volvían a casa con la patrulla pisándoles los talones y un puñado de cebollas raquíticas.

Si se daba bien podían capturar algún gato. En esas raras ocasiones un delicioso olor a patatas con carne se esparcía por el vecindario. A esas mismas horas, en alguna casa cercana se lloraban las desgracias de la madrugada.

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