equilibrio

Desde mi ventana /
Carmen Heras

Hay personas que aprenden rápido y aprenden bien. Y lo hacen «viendo» las diferentes facetas de la realidad. Por ejemplo, esos grupos políticos emergentes que saben que los sistemas productivos son necesarios para que una sociedad avance y sus ciudadanos se sientan comprometidos en los proyectos generales. Buena lección para los clásicos. A mí me parece interesantísima la época en la que vivimos. Por los contrastes. Se convive con técnicas tecnológicas especializadas al lado de toda una gama de particularidades más propias del siglo pasado. Y cada forma tiene sus propios usuarios y defensores. El otro día mis alumnos me preguntaban que era un almanaque mientras desarrollaban unos ejercicios matemáticos sobre números referidos a aquel, ellos que necesitan fuertemente los ordenadores.

Cada estudioso intenta explicarnos o explicarse el momento. Así Enrique Dans, experto en temas relacionados con lo educativo y lo digital, busca demostrarnos que el libro de texto es un «error». Conceptualmente, hablando. Y que no se adelanta nada cuando simplemente se le «digitaliza». No le falta razón en alguna de las cosas que dice. Ese tipo de libro que, si bien fue necesario cuando el conocimiento era escaso, se ha convertido en una herramienta no tan útil, en un objeto usado, demasiadas veces, como negocio o como instrumento dogmático de influencia. En una época de información ilimitada y creciente dónde aprender significa saber discriminar, priorizando lo verdaderamente válido y dejando fuera lo que no sirve. Atendiendo fuentes diversas, por supuesto.

Dans argumenta como una gran mayoría de educadores. El libro de texto como recipiente de contenidos, perfectamente cerrado, no funciona, ni el papel del profesor como un ser único e intocable. Este último es, más bien, un factor de enseñanza, entre otros cuantos, con los que se alía o contrasta, según su conocimiento y experiencia. Porque los influjos sobre los escolares son variados. Si miramos el horario de la escuela en España, vemos que son cinco horas al día las que los niños están obligatoriamente en los centros; el resto transcurre fuera de aquella, dependiendo directa o indirectamente de la familia, como es lógico. Y hay que reivindicar la importancia de los padres que no debieran transferir el control de la educación de sus hijos. Nunca.

Frente a este tipo de información hay otras conviviendo en el tiempo: no hace tanto, un suplemento cultural del periódico El País daba un repaso al género epistolar utilizando como pretexto el dato de la donación a la Universidad de Iowa de más de 900 cartas escritas entre 1954 y 2002, propiedad de Pedro Lastra (poeta y ensayista chileno), y que representan una memoria importante sobre la literatura latinoamericana del siglo XX (la del famoso «boom») y sus autores. Manuel Vilas, el autor del artículo, desgrana muchos datos interesantes y los nombres de García Márquez, Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Roa Bastos, Cortázar, Lezama Lima, Vargas Llosa, Mutis, Benedetti, Octavio Paz, Nicanor Parra, Juan Gelman y tantos otros, vuelven hasta nosotros, otra vez. Son cartas escritas a mano. Enviadas por correo en sobres con remites de diferentes lugares del mundo, a veces para comunicar, a veces para pedir un anticipo o decir que se ha recibido. Me pareció una información interesantísima, pasado pero presente para no olvidarse, para mantener la importancia de lo que se logró.

Porque de eso se trata, de conservar los equilibrios entre la memoria y el progreso, dentro de esa especie de pulso que ambos libran. En pocos años, relativamente, ha cambiado tanto la perspectiva, que de creer a los expertos vamos hacia nuevas «formas de pensar que ya no estarán divididas entre lo mecánico y lo orgánico sino que una informará a la otra» (Iñaki Ábalos). Avanzamos por el siglo XXI sabiendo que dentro de cien años las ciudades serán diferentes como lo serán los materiales y las formas de comunicarnos. Las personas necesitan avanzar sobre sí mismas, desde luego, pero deben hacerlos sobre sus propias raíces. Con ritmos diferentes. Y sin rupturas traumáticas.

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