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La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

Hacía calor esa tarde. La cálida primavera auguraba un verano a la cacereña, tórrido y seco. Las clases empezaban justo después de comer y no eran fáciles de soportar. Tocaba Francés. El profesor gastaba un carácter áspero e irascible. Venía de Salamanca, de la que hablaba siempre con un talante entre la admiración y la nostalgia, y no había encontrado una plaza más cercana. Ese día estaba de buen humor y se atrevió a contar una anécdota, no sé si como inicio de su carrera como humorista, de muy improbable éxito, o simplemente para sacarnos del inevitable sopor que reinaba en el aula.

Recordaba cómo un alumno había descrito la forma de gobierno de la antigua Roma: «La monarquía romana era una república…» La evidente contradicción le provocó una risotada incontenible, inhabitual en él, pero ninguno de nosotros le acompañó, aunque fuera por cortesía, con lo que tuvo que enfrentarse a uno de los momentos más azarosos en la vida de un docente, soportar el rictus malicioso del alumno que teóricamente debía reír.

Insistió, porque pensó que no habíamos entendido y obtuvo la misma respuesta. Decepcionado, se dirigió en particular a un compañero al que consideraba aventajado. Se llamaba Madueño. Repetía curso y causaba admiración entre nosotros; llevaba el pelo largo y las solapas de su chaqueta estaban pobladas de chapas reivindicativas. Sabíamos además que frecuentaba la sesión nocturna de la discoteca de moda y eso le confería un aura particular. Ante la interpelación del salmantino, respondió displicente y, como este se obstinó, le espetó: «Es que me da igual, por mí como si me dice que su padre es apache». Silencio sepulcral y como respuesta, claro, el pasillo, lugar en el que nos encontramos muy pocos minutos después, porque fui incapaz de contener la risa, en primera fila, mientras imaginaba al venerable progenitor del profesor invocando al dios de la lluvia, ataviado con las mejores plumas de Toro Sentado.

Con el tiempo, aquella incongruencia que provocó el acortamiento de tan amena clase, va pareciéndolo menos, porque se descubren en nuestros documentos otras más ostentosas que invitan al menos a la reflexión.

Nuestro sistema político es una monarquía parlamentaria, nuestro jefe de estado, un rey, emparentado con otros , por lo que automáticamente asume el cargo; pero elegimos un presidente y deciden dos cámaras repletas de representantes seleccionados por el pueblo, que deciden lo que el encumbrado por su nascencia no tiene más remedio que ratificar, lo cual , por lo visto, es su principal función. Curioso intento de amalgamar corrientes que difícilmente confluyen: por un lado, los casi siempre ineficaces reyes; por otro un sistema basado justo en lo contrario de la sucesión por vínculo sanguíneo.

Justo antes de este entramado se regía el país por los designios de un hombre que provocó una terrible matanza para obtener el poder y acuñó el término democracia orgánica para definir su inapelable presencia , aunque no había partidos políticos ni elección alguna que justificase el uso de tan manido término.

En el Este, los bolcheviques inauguraban a principios de siglo la dictadura del proletariado como medio para mejorar la sociedad y convertirla en un nuevo Edén, pero cómo aceptar un sistema político que contiene en su denominación tan abrumadora palabra.

En definitiva, tras un análisis pormenorizado de las expresiones que pueblan la política, podría haberse acuñado antes una expresión que aunase monarquía y república, sin diferencias ni polémicas. Así, Madueño y yo no hubiéramos acabado en el pasillo, aunque ojalá todos los castigos que nos depare la vida sean como ese.

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