c. q. d. /
Felipe Fernández

Que las relaciones entre adultos son complicadas lo evidencia una lectura atenta de lo que ocurre todos los días delante de nuestros ojos. Si descendemos al detalle, esto es, a las relaciones más cercanas, –personales o laborales-, y hacemos un recuento objetivo, desapasionado, asoman algunas alegrías, pero también sonoros fracasos. En realidad, aunque a veces suponga decepciones importantes, no deja de ser la historia de la vida en la que, conscientes de nuestras imperfecciones y asustados por lo que no controlamos, –que es casi todo-, necesitamos colocar todo en su sitio para sentirnos seguros, para evitar las dudas más allá de lo soportable. Así, desde el bote de nocilla que nos devuelve el ánimo cuando flaqueamos, hasta ese chándal tan pasado de moda pero tan querido, porque recuerda a una época en la que solo mirábamos hacia adelante, todo debe estar en su sitio y a la distancia de un brazo. Sea por analogía, sea por comodidad, sea porque los iguales pueden mucho, con las personas tendemos a hacer exactamente lo mismo, clasificarlas. De esa manera nos sentimos mucho más seguros, con más certezas, como si a través de ese “ponerle-nombre-a-todo” pudiéramos explicar fácilmente los comportamientos y las reacciones del personal. Pero es una trampa, no tengo ninguna duda; nos hemos caído con todo el equipo dándonos cuenta, callando y aceptando, con una complicidad perezosa y absurda; hemos dado por buena la división entre buenos y malos, rojos y azules, altos y bajos, guapos y feos, pijos y guais, gilipollas y majos, madridistas y anti madridistas, sin más pretensión que ahorrarle tiempo a las entendederas y mimetizarnos con la mayoría, no sea que nos pongan la cruz y nos metan en el grupo de los gilipollas; hemos interiorizado un buen número de valores que, en condiciones normales, hubiéramos combatido con pasión y con principios; hemos asimilado como irremediable que, clasificando a los otros, todo es explicable y el mundo sigue girando a la velocidad adecuada; hemos dado por aceptables el frentismo, el maniqueísmo, el sectarismo más rancio y más dañino, olvidando nuestro pasado y el pasado de los que nos rodean. Así que, si quiere usted acompañarme en esta columna quincenal, le aseguro un esfuerzo sereno y reflexivo para buscar los matices de las opiniones… y de las palabras. Merece la pena el intento, ¿no cree?  

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