c. q. d. /
Felipe Fernández

Uno de los inconvenientes de hacerse mayor, entre otros inconfesables, es que van apareciendo síntomas en nuestro cuerpo; para decirlo más claro: las célebres “clacas”. Lo que comenzó con ligeros dolores articulares al levantarse por las mañanas, se ha convertido con el paso del tiempo en un denso y pormenorizado catálogo de taras físicas perfectamente descriptibles. Desde el pelo, cada vez más ralo y más escaso, hasta el dedo gordo del pie que, de repente y sin saber por qué presenta un principio de artrosis que impide el movimiento completo de la articulación, – “pero no te preocupes que no tiene ninguna importancia”-, podríamos recorrer palmo a palmo nuestro otrora sano cuerpo y detallar la lista de “clacas” declarables. Bien es verdad que, a poquito que se rasca, se suelta la lengua y la situación es propicia, los de alrededor también “confiesan” sus secretos, y aunque no consuele, al menos alivia. Lo más triste de todo esto es que, no hace mucho tiempo, nos mofábamos de todas estas dolencias y sus expresiones, y cuando oíamos hablar de la “P.V.” y sus consecuencias, lo considerábamos algo ajeno a nosotros, como si nunca fuera a ocurrirnos, como si eso fuera algo que “solo le pasa a los demás”. Y ahora nos vemos identificando cada síntoma, palpándonos incrédulos y, lo que es peor, visitando especialistas que intenten taponar –como si eso fuera posible- las fugas de juventud; y ahora, justo ahora, cuando la madurez alcanza su equilibrio, cuando la serenidad y la tolerancia han sustituido a la arrogancia y la impaciencia de la juventud, cuando los sentimientos parecen haber encontrado por fin su sitio, es cuando aparece la limitación física. De manera que, castigados por el paso de los días, pendientes de lo que comemos y bebemos o de si va hacer bueno o malo, hemos incorporado la salud a nuestras conversaciones con total naturalidad, como el que habla del tiempo o de la última “boutade” de Piqué. Y así, cuando antes nos batíamos en concursos para comprobar quien miccionaba más lejos, aguantaba más horas sin dormir o expelía más círculos con el humo de los cigarrillos, ahora intercambiamos marcas de medicamentos para la acidez y otros padecimientos propios de la edad. Eso sí, presos de un furor vigoréxico-naturalista sobrevenido, nos apuntamos a marchas por el campo para mirar los pájaros, aún a costa de nuestras cervicales, que acusarán la observación en adelante. Pero, así y todo, de natural optimistas, preguntaremos: ¿esto es normal?

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