soledad3

Historias de Plutón /
José A. Secas

Había dormido mal. No de ese modo revuelto o intermitente, angustioso o de mala digestión, desasosegado o en vilo, de pesadilla o de dolor de algo, acalorado o con un run-run recurrente y circular; no. Simplemente se despertó un poco más violenta y conscientemente y, enseguida, notó que el día no había empezado bien. Le echó la culpa a la mala noche y se dispuso a enfrentarse a la jornada y a sufrir las consecuencias. En realidad no tomó determinación alguna ni hizo esfuerzo por echarse a andar; hizo lo que solía, lo que debía, lo que esperaban de él o lo que le había tocado en suerte. Era un día más; sin conservantes ni colorantes. Natural, como la vida misma.

Gota tras gota fue colmándose el vaso de la insatisfacción y sintió como la paciencia se le agotaba, los zapatos le apretaban, el pecho le oprimía, los recuerdos le atacaban, las ganas se desvanecían, el semáforo se cerraba, la vista se le nublaba, la gente le ignoraba, la comida se le enfriaba, los mocos se le caían, los oídos le pitaban, las puertas se le cerraban, las cuestas se empinaban, los hielos se deshacían, los números se le amontonaban, la espera se prolongaba, la autoestima se precipitaba y las ganas de morirse (incluso por un accidente de tráfico) planeaban como buitres sobre su cabeza calva y sudorosa, acercándose a su presa. Sentía un miedo atroz a enfrentarse, sin recursos, sin ganas, sin esperanza… a tanta desdicha, avatares, desgracias, soledad y patadas en los güebos. Era una acumulación de mala baba, mala leche, mala suerte, mala follá y mal agüero.

Su soledad teñida de melancolía y de añoranzas imposibles, se le atragantaba y no le dejaba respirar

Consciente de ese estado de ánimo -cayendo en barrena- que le arrastraba (tomado de la mano de la depresión) al abandono absoluto y al deseo de dejarse ir, le dio una reacción profundamente humana y afloró su instinto de supervivencia. Buscó en su memoria momentos entrañables y bellos, se acercó con ansiedad al paraíso de los recuerdos dulces y sintió placer y amor con carácter retroactivo durante unos segundos apenas. Se le saltaron las lágrimas acordándose de su padre muerto y de su hijo lejano y, de la tibia caricia de la felicidad pasada, derivó a un profundo sentimiento de amargura. Su soledad teñida de melancolía y de añoranzas imposibles, se le atragantaba y no le dejaba respirar. Los efectos y las consecuencias de su debilidad anímica y emocional, pronto se tradujeron en dolencias físicas. Se sintió enfermo y eso le consoló porque, de ese modo, creía entenderlo todo y al efecto lo hizo causa. Se tomó una pastilla y se fue a la cama. Esa noche, volvió a dormir mal y se aferró con desesperación a ese mantra que le repetía su abuela -ay, su abuela- cuando le consolaba en sus llantos de orfandad: “no hay mal que cien años dure”.

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