Con ánimo de discrepar
Víctor Casco

Siempre he sospechado que Rafael Hernando, portavoz del Partido Popular en el Congreso de los Diputados, cuando sube a la Tribuna del hemiciclo va puesto. O se ha emborrachado apurando el contenido de algún tetrabik de Don Simón, o tiene tanto odio acumulado, o un complejo de inferioridad tan agudo, que necesita ladrar para que no le estallen las venas del cuello. Una de las tres, o las tres.

Rafael Hernando es el matón de taberna que, por una carambola social fruto de un sistema de partidos donde priman los comportamientos caciquiles, ha logrado alcanzar el sueño de un escaño y 5.000 euros mensuales. Llegó no por méritos, de los que carece, sino por saber estar siempre al lado del poder, realizando las genuflexiones necesarias y precisas a la espera del premio.

En las antiguas familias del régimen, los hijos tontos de los falangistas terminaban siendo procuradores en cortes u obispos de solsona. Entre las familias pudientes de la derecha, terminan de portavoces del PP. Es el caso manifiesto de Rafael Hernando.

Todo le iba bien a Rajoy en la pasada moción de censura – un debate sin agresiones verbales destacables, un tono constructivo en casi todos los oradores, los lugares comunes del cuñadismo en Rivera – hasta que le dieron paso a Rafael Hernando, macarra y matón. Con él llegó el ejercicio de machismo insoportable contra Irene Montero (que por lo visto tiene que justificar como, siendo mujer, ha llegado a tan alto puesto) y la destilación del más puro odio contra la humanidad, contra todos aquellos que lo dejan en evidencia en su estulticia.

Lo dicho: es el precio que pagamos porque las familias de bien hayan encontrado en las portavocías del PP nacional una colocación para sus vástagos inútiles.

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