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La amistad y la palabra /
Enrique Silveira

Es un axioma indiscutible que el amor filial ocupa el primer lugar en la jerarquía de los afectos. El nacimiento de un hijo descubre recovecos del alma hasta ese momento desconocidos y supone una fuente inagotable de satisfacciones …e inquietudes.

Disfruto de dos niños que son, por supuesto, los mejores del mundo. Transitan por la infancia camino de la turbulenta adolescencia (¡terrible odisea!), por lo que aún mantienen el candor propio de su edad.

Recorremos la ciudad con frecuencia —todavía sujetos de mi mano— para toparnos con la interminable lista de contingencias que llaman su atención.

Dentro de esta retahíla, han perdido protagonismo los columpios en favor de las tiendas de deportes, los parques han sido sustituidos por el Multiusos y las jugueterías por cualquier Game, pero existe un lugar que se muestra irreductible y continúa cocitando el máximo interés: un Sánchez Cortés. Aparecen en nuestras calles como lugares de avituallamiento imprescindibles y has de sortearlos con habilidad si tienes prisa, pues poseen un inusitado poder de atracción.

En una de estas visitas, uno de mis vástagos protagonizó un suceso inevitable, dadas las instrucciones que recibe de su padre. Intento que hablen con corrección, sin caer en la pedantería; procuro que conozcan su lengua con el fin de que la comunicación con los que les rodean sea satisfactoria y, por ello, les corrijo de vez en vez, sobre todo si lo que escucho es un hiriente “detrás mío” o un “encima tuya”, expresiones a las que tengo especial inquina.

Ocurrió en la pertinente cola de uno de estos paraísos para estómagos caprichosos. Una amable joven intercambiaba el dinero por las preciadas chuches (sustantivo femenino, señor presidente), al tiempo que usaba una de estas incorrecciones. Enrique quedó estupefacto y, mientras la señalaba con dedo acusador, se volvió para exigir mi intervención purificadora y… como él quedé yo, pero de vergüenza. No sabía dónde meterme. Sonreí, buscando la complacencia de la acusada, de la responsable de tan execrable crimen y en sus ojos leí: “Como el hijo, el padre, seguro”.

Llegaba el momento de indicar a la progenie que los “detrasmiistas” y los “encimatuyistas” del mundo, si bien podrían mejorar su expresión, no son precisamente una lacra social y que no merecen ser estigmatizados públicamente como si hubieran cometido un terrible delito. Era imprescindible darle a entender que corregir a personas a las que no conoces está más cerca de la petulancia que de la regeneración educativa, que los errores surgidos de la ignorancia no son tan reseñables como aquellos cometidos en la búsqueda del beneficio propio y que, en definitiva, como dice el proverbio árabe:” Aconseja al ignorante, te tomará por su enemigo”

 

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